La semana pasada, la Asociación de Jóvenes Empresarios (ANJE), los candidatos participantes y, especialmente, el presidente Luis Abinader, dejaron su impronta en el elusivo libro de la historia dominicana, al formar parte del primer ciclo de debates electorales que contó con un mandatario y una vicepresidente en ejercicio, un ex presidente y dos candidatas a la vicepresidencia.

Si bien este hito es merecedor del aplauso unánime, sería prematuro considerarlo el punto culminante de nuestro diálogo político. En cambio, deberíamos reconocerlo como el primer peldaño en la escalera de la mejora continua de nuestras instituciones democráticas; una que nos invita a explorar por qué, cómo y para qué debemos rediseñar nuestros debates presidenciales.

¿Por qué?

El diseño actual, moldeado por las dinámicas de la televisión y las redes sociales, impone respuestas rápidas —encapsuladas en fragmentos de menos de dos minutos— ante cuestiones de interés nacional, que incentivan una sobre-simplificación de temas complejos, en detrimento del análisis profundo y sustantivo de estos.

Este enfoque no solo corre el riesgo de disociar la calidad del debate público de un ejercicio democrático informado, sino que también debilita nuestra capacidad colectiva de evaluar críticamente tanto las propuestas presentadas como el carácter de los aspirantes. Ante esta realidad, debemos reflexionar: ¿Le conviene a nuestra sociedad que las preferencias electorales sean parcialmente influenciadas, cada cuatrenio, por un formato que reduce el debate a una secuencia de brevísimas intervenciones?

Idealmente, los debates deberían ser foros que permitan a los candidatos demostrar, y a los ciudadanos evaluar, las competencias necesarias para el liderazgo presidencial, como comunicación efectiva, capacidad gerencial, versatilidad política, flexibilidad decisional, visión de largo plazo e inteligencia emocional, aspectos destacados por el politólogo Fred Greenstein en su obra ‘La diferencia presidencial’. ¿Realmente el formato actual permite que el electorado juzgue adecuadamente estas y otras características cruciales de los candidatos?

Aunque algunos estudios sugieren que en democracias avanzadas los debates presidenciales apenas influyen en las preferencias de los votantes —limitándose a reafirmar inclinaciones electorales preexistentes—, en Latinoamérica la historia luce distinta. A finales del año pasado, el politólogo Miguel Carreras (Universidad de California – Riverside) publicó un análisis regional de elecciones, que abarca dos décadas y catorce países. Evidenció que, en sociedades donde los sistemas de partidos están menos institucionalizados, prevalece el transfuguismo y la relación personal del electorado con los candidatos a menudo pesa más que la lealtad partidaria, los debates presidenciales juegan un rol significativo en moldear las preferencias electorales.

Dada la importancia de los debates en la elección de nuestros líderes, es crucial explorar formas de rediseñarlos de modo que permitan una evaluación más efectiva de las competencias y visiones de los candidatos.

¿Cómo?

Para iniciar una reforma integral, es fundamental establecer un consejo consultivo interdisciplinario, idealmente integrado por expertos de diversos campos, como historia, economía, derecho, medio ambiente, comunicación, salud, artes, cultura y educación, entre otros. Esta variedad de expertos enriquecería la identificación de los temas a debatir, la selección de moderadores y, sobre todo, contribuiría a una adecuada gobernanza del proceso.

Una vez establecido el consejo consultivo, debe ser condición sine qua non que el formato se desmarque de la inmediatez propia de los medios contemporáneos y se transforme en un ciclo de debates a lo largo de varias semanas, permitiendo así un examen más profundo de las propuestas políticas de los candidatos.

El ciclo propuesto se estructuraría en tres fases: la primera para exponer en profundidad la visión y las propuestas de cada candidato, la segunda para abordar y contrastar sus posturas en temas de divergencia ideológica, y una tercera que fomente el diálogo directo entre los candidatos y los diversos sectores de la población, asegurando así un intercambio democrático más representativo y participativo.

La primera fase iniciaría con la divulgación de los programas de gobierno de cada candidato, publicados tanto en formato escrito como audiovisual, adaptándose a las diversas preferencias de consumo de información de la ciudadanía. Luego, los candidatos participarían en eventos individuales de presentación de propuestas, similares a los organizados por AIRD y CONEP, que serían ampliamente difundidos en los principales medios de comunicación, garantizando que los votantes tengan un acceso integral y equitativo a cada propuesta.

Una vez presentados los planes y tras la identificación por parte del consejo consultivo de tópicos disidentes entre los candidatos —como la justicia independiente, la participación de capital privado en empresas estatales, la política tributaria o los derechos reproductivos de la mujer—, en la segunda fase se organizarían debates en un formato tipo Oxford. En estos, cada candidato, respaldado por su equipo técnico especializado en cada área, argumentaría a favor o en contra de una moción relacionada con dichos temas. Un ejemplo clásico de este formato es el histórico debate de 1965 entre el escritor y activista James Baldwin y el intelectual conservador William Buckley Jr., donde discutieron la moción: “¿Se ha logrado el sueño americano a expensas del negro americano?”.

Este formato, al exponer las diferencias de visión entre los aspirantes, también brinda una plataforma para que el electorado conozca a los miembros clave del equipo de cada candidato. Al destacar a líderes emergentes y potenciales “delfines”, no sólo se facilitarían futuras transiciones de liderazgo, sino que también permite a los votantes evaluar la profundidad y la capacidad del equipo que gobernaría junto al candidato.

Tras haber explorado a fondo las visiones y propuestas de cada aspirante, así como sus puntos de acuerdo y desacuerdo, la tercera fase culminaría con un formato similar a una asamblea pública (Town Hall). En esta modalidad, los candidatos tendrían la oportunidad de responder directamente a las preguntas de los electores, exponiéndose a preguntas imprevistas y situaciones de presión, propiciando una interacción más cercana y transparente entre aspirante y electores.

Imagino un auditorio aprobado por el consejo consultivo, reflejando la rica diversidad de nuestra sociedad, compuesto por ciudadanos de diversas geografías y estratos sociales, cada uno distinguido en su respectiva rama. Desde líderes comunitarios hasta intelectuales, pasando por jubilados, militares, diplomáticos, artistas, miembros de la diáspora, estudiantes, académicos y emprendedores, esta audiencia diversa estimularía un intercambio edificante, con discusiones que reflejen las verdaderas preocupaciones de nuestra sociedad y expongan el carácter de los candidatos.

¿Para qué?

Las modificaciones propuestas buscan enriquecer el contenido de los debates presidenciales, fortaleciendo el diálogo entre los candidatos y el electorado, priorizando la profundidad sobre la simplificación excesiva. Además, al exigir una evaluación más rigurosa de las capacidades de liderazgo de los aspirantes, este renovado ciclo de debates funcionaría como una especie de seguro democrático.

El formato propuesto reduciría el riesgo de que se promuevan exitosamente candidatos experimentales, quienes, populares en redes sociales en base al carisma, carezcan de las habilidades necesarias para ejercer efectivamente el liderazgo presidencial. Asimismo, contribuiría a evitar que figuras vinculadas a actividades ilícitas —como el vergonzoso caso de un ex presidente condenado por narcotráfico en Honduras— asciendan a posiciones de liderazgo sin un exhaustivo escrutinio público.

De implementarse de manera eficaz, este renovado formato de debates no sólo fortalecería nuestra democracia interna, sino que también podría integrarse en nuestra doctrina diplomática como un componente clave de nuestra estrategia de soft power o poder blando. Al exportar esta práctica a otras naciones, demostraríamos nuestro compromiso con principios democráticos robustos y reforzaríamos nuestra influencia como referente regional de estabilidad política, social y económica.

Para que estas reformas sean efectivas, es esencial cultivar una auténtica cultura del debate en toda la nación. Esto implica iniciar desde edades tempranas, inculcando habilidades de debate en el currículo educativo, fortaleciéndola con torneos académicos y promoviendo el pensamiento crítico a lo largo del ciclo de vida estudiantil. Estas iniciativas, idealmente apoyadas por el sector público y privado, deberían realizarse alrededor de toda la geografía nacional, con especial enfoque en sectores marginados. Además, se deben crear espacios para discusiones cívicas sobre temas de interés nacional, asegurando la participación de comunidades diversas, fortaleciendo así el diálogo democrático vía la formación de ciudadanos críticamente activos.

Muchos amigos y colegas me han preguntado sobre mis impresiones de los debates de la semana pasada. La realidad es que tengo sentimientos encontrados. Por un lado, no puedo dejar de reconocer la labor histórica de ANJE al llevar a cabo esta pionera iniciativa, merecedora del apoyo de toda sociedad. Sin embargo, me preocupa que el formato actual fomente una simplificación excesiva de asuntos de interés nacional, distanciándonos de un ejercicio democrático informado. Esta preocupación me recuerda una anécdota histórica: durante la visita oficial de Estados Unidos a China en 1970, Henry Kissinger preguntó al primer ministro chino Zhou Enlai, sus impresiones sobre la Revolución Francesa. De no modificarse el formato vigente, temo que mi impresión de los debates siempre será igual que la respuesta que le ofreció Zhou: ‘Es demasiado pronto para saberlo’…

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