No se necesita ser émulo de Paul Samuelson, Premio Nobel de Economía, para saber que las economías centralizadas generan estrechez y pobreza; constriñen el desarrollo y degeneran en el planeamiento de la vida ciudadana. Basta con la experiencia. Pero también es cierto que una economía de mercado sin restricción alguna impide la justicia social. En la práctica ambas se asemejan. De manera que requerimos de un modelo intermedio para garantizar el principio de la distribución del poder y propiciar oportunidades más equitativas dentro de un sistema de libre concurrencia.

En el modelo dominicano, la pronunciada presencia del Gobierno en la actividad económica genera una peligrosa asociación de funcionarios y empresarios corruptos con los resultados que todos aquí conocemos.

Uno de los grandes males que se arrastran gobierno tras gobierno es el enorme poder discrecional de los funcionarios públicos. Esa peculiar característica del ambiente político frena el desarrollo y paraliza todo esfuerzo encaminado a elevar el nivel de transparencia de las ejecutorias en la esfera estatal. No me refiero sólo a las facultades casi monárquicas del presidente emanadas primero del artículo 55 de la Constitución ya derogada y ahora diseminadas en el texto de la Constitución promulgada a comienzos del 2010.

Me refiero por igual a la capacidad que posee cualquier burócrata, de alto, medio o bajo nivel, para detener una inversión o entorpecer un proyecto industrial, con base en el más insignificante e injustificado tecnicismo o simplemente porque le viene en gana, si alguien le cae pesado o no se le atiende debidamente. Con la Carta Magna del 2010 llegó a creerse una oportunidad para eliminar esas y otras prácticas viciosas, pero es evidente que nada de eso ha cambiado.

Posted in La columna de Miguel Guerrero

Más de opiniones

Más leídas de opiniones

Las Más leídas