Nació en Buenos Aires en 1936, descendiente de inmigrantes italianos piamonteses, hijo de una humilde familia del barrio de Flores, Jorge Mario Bergoglio, se licenció en Química, luego en Filosofía y entró a la Compañía de Jesús en 1958. Fue provincial de la orden en Argentina desde 1973 a 1979, durante la dictadura militar, y desde su cargo ayudó a huir a varios perseguidos políticos.

En 1992 fue nombrado obispo auxiliar de Buenos Aires por Juan Pablo II, en 1998 su arzobispo, en el 2001 recibió el capelo cardenalicio y al producirse la dimisión del papa Benedicto XVI fue elegido papa, cuando ya tenía 76 años y se pensaba que su papado sería breve y una solución de continuidad tras el largo pontificado de Juan Pablo II y el interinato de Ratzinger.

No obstante, su compromiso con lo social, que ya lo había demostrado en la diócesis de Buenos Aires, su carácter impulsivo y enérgico, pero al mismo tiempo sencillo y revestido de humildad, supusieron una transformación en el pontificado, hasta entonces revestido de pompa y ornato.

Desde el mismo instante que inició su pontificado lanzó un mensaje de que sería un papa diferente, renovador y comprometido con los cambios. No solo fue el primer papa americano, el primero no europeo desde el siglo V, el primero jesuita, sino también el primero en llamarse Francisco, y esa sola elección lo decía todo, pues nadie hasta entonces se había atrevido a llamarse como un santo radical, que abandonó sus riquezas para comprometerse con los pobres.

El mismo lo explicaría años después. Eligió ese nombre porque oyó las palabras del cardenal brasileño Claudio Hemmes, quien al abrazarle por su elección le susurró al oído “no te olvides de los pobres”.

Y, seguidamente, comenzó su papado rompiendo la tradición de alojarse en los lujosos apartamentos papales dentro del Palacio Apostólico, residencia oficial de los papas desde el siglo XVII para optar por residir en la Casa Santa Marta, un hospedaje sencillo para curas y monjas dentro de la ciudad del Vaticano. Renunció al lujo y a la pompa vaticana y prefirió usar en su pecho la misma cruz que mostraba como arzobispo de Buenos Aires, llevar un anillo de plata, vestir ornamentos sencillos y calzar los mismos zapatos con que había recorrido los barrios marginados de Buenos Aires.

Su trato siempre fue sencillo y directo. Saludaba a su paso a los guardias suizos, daba numerosas entrevistas, respondía en forma sincera y coloquial, sin rodeos, lavaba los pies de los presos en el Jueves Santo, visitaba los enfermos, llamaba frecuentemente por teléfono a todo tipo de persona, contestaba las cartas que recibía, incluso si se trataba de una solicitud de ayuda. Tuvo una impronta personal y humana, de ruptura del protocolo, totalmente novedosa.

Pero no solo fue la forma, también en lo esencial. Su pontificado se caracterizó por un compromiso con lo social, por querer una iglesia de la calle, que oliera a ovejas, como él mismo afirmó. Una iglesia que se comprometiera con la periferia, que fuera al encuentro de todo el mundo, abierta a la crítica y a los excesos del sistema económico actual.

Fueron doce años de ímpetu reformador, de críticas fuertes al neoliberalismo y el populismo, de esfuerzos constantes por la paz del mundo, de condenación a la guerra y al genocidio, de preocupación por la ecología y el cambio climático. Basta leer sus encíclicas, como Laudato si o Hermanos Todos para darnos cuenta de sus preferencias por los pobres, los marginados, los que se hallan lejos del poder, los desheredados de fortuna, los excluidos.

Pero su impronta personal y humana, de ruptura con el protocolo y con lo tradicional, le causaron fuertes divisiones en el seno de la Iglesia. La reforma que emprendió dentro de la Curia Vaticana, el aumento de la colegialidad en las decisiones, la sinodalidad, como él la llamó, su lucha contra la pederastia, sus pronunciamientos novedosos sobre el rol de la mujer en la Iglesia y otros temas sensitivos le abrieron un frente en los sectores más conservadores, con obispos y sacerdotes que lo adversaron, que lo vieron como un intruso y un hereje, sobre todo en el mundo ultracatólico de Estados Unidos, hasta llegar a calificarlo como un papa peligroso, populista y de izquierda.

Incluso, las enormes expectativas que despertó también desilusionaron en ocasiones a los más progresistas que esperaban cambios más profundos en la reforma de la Curia, el aumento de la colegialidad en las decisiones, la ordenación femenina o avances más pronunciados en la doctrina sexual.

A pesar de estas controversias, Francisco condujo la entrada de la Iglesia en el siglo XXI, afrontó con valor y coraje los dilemas actuales, revolucionó todo el lenguaje, las formas, y abrió caminos aún inciertos que corresponderá a su sucesor tratar de resolver.

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