Don Quijote se vino al país. Llegó sin hacer mucho ruido, se puso una gorra de partido, aprendió a aplaudir sin mirar y encontró en la política local lo que no encontró en los libros: creyentes con hambre. A su lado, claro, vino Sancho. Sancho no pregunta, Sancho va. A todo.
Aquí la política no se discute, se cree. No hay debates, hay caravanas. No hay ideas, hay jingles. El voto no baja de la cabeza: sube del estómago. Huele a pica pollo, a gasolina prestada, a billete doblado en la mano caliente del coordinador. Es fe lo que se juega en cada elección. Fe de pobre. Fe de “a mí me dijeron que esta vez sí”.
Don Quijote habla como los que no tienen dudas, aunque diga mentiras. Se baja del carro como si bajara del cielo. Lleva traje, sonrisa blanca, cifras que nadie chequea y promesas que caducaron. Sancho lo sigue como quien sigue una estrella fugaz: sabiendo que no lo va a llevar a ningún sitio, pero por si acaso.
Le guarda el asiento, le grita “¡líder!”, le seca el sudor con un trapo prestado y, cuando ganan, se queda esperando. El cargo. La llamada. El “acuérdate de mí”. Pero Quijote, apenas pisa el poder, se borra. Cambia de número, cambia de acera, cambia de casa si hace falta.
Y Sancho, otra vez, queda solo. Mirando cómo los molinos siguen girando y creyendo que esta vez sí eran gigantes.
Pero no se amarga. Se pone otra gorra. Otra consigna. Otro candidato. Aquí la esperanza es patrimonio nacional: no se hereda, se sufre. Sancho no es ingenuo, es profesional de la ilusión. Podría dar charlas TED sobre cómo sobrevivir con promesas recicladas.
Porque este país está lleno de Sanchos. Gente que cree, aunque ya no quiera. Que se levanta temprano para ir a la caravana con la barriga vacía y la esperanza llena. Que vota pensando en el hijo, en el préstamo, en el chance. Gente que sabe que le van a mentir… pero igual va.
Esto no es política. Esto es realismo mágico con hambre. Y si García Márquez hubiera nacido en Barahona, lo habría contado igual.
Tengo un amigo que dice que esto no es una crónica: es un loop. Un capítulo que se repite como canción pegajosa. Y mientras tanto, el país sigue. Con la gorra puesta. Con la sonrisa torcida. Con la fe intacta, aunque ya no alcance ni para rezar.